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Por Paz Montalbán

¿Os imagináis llegar a la vejez, mirar vuestras manos arrugadas y ajadas, y sentir, llena de una amarga melancolía, que tu vida y tus actos han estado en desacuerdo con tu voluntad?

Esta fue la dura sensación con la que tuvo que convivir Carmen Baroja al escribir sus memorias, que posteriormente recogería la profesora Amparo Hurtado en el libro titulado «Recuerdos de una mujer de la Generación del 98».

Su testimonio constituye un ejemplo estremecedor de lo que muchas mujeres deben combatir durante toda su vida: el equilibrio entre sus deseos y las supuestas obligaciones a las que deben hacer frente. Eso, a pesar de que han cambiado los tiempos, es una realidad que aún afecta a muchas mujeres.

Carmen Baroja pertenecía a una familia liberal-anticarlista con un fuerte concepto de clan, debido al marcado influjo de la tradición vasca. Carmen era la menor de cuatro hermanos: Darío Baroja, Ricardo Baroja y Pío Baroja. Su padre, Serafín Baroja, era un ingeniero de minas donostiarra con inquietudes artísticas y su madre, Carmen Nessi, era una matriarca tradicional, chapada a la antigua, que ejerció una influencia opresiva sobre su hija.

La pequeña de los Baroja llegó a Madrid sin apenas haber cumplido 15 años, en plena crisis social, política y económica, pues era el nefasto año 1898. En la capital Carmen disfrutó estrechamente con sus hermanos Ricardo y Pío -Darío murió años antes- de la vida cultural de la ciudad (teatro, ópera, exposiciones) y de lecturas, discusiones, viajes y excursiones. También compartieron amistades como Valle-Inclán, Azorín o Manuel Azaña, entre muchos otros.

Este ambiente familiar marcó su formación y sus espectativas. A los 17 años soñaba -como sus hermanos- con tener una profesión u oficio y ser independiente. Estaba profundamente identificada con el mundo idealista y romántico de Ricardo y Pío. Sin embargo, su madre tenía otros planes sumamente tradicionales para ella: el mundo doméstico y el matrimonio. Esa fue la dicotomía a la que tuvo que hacer frente: sus sueños versus la prisión del hogar. Este conflicto la convirtió en una joven triste y pesimista, ya que a menudo se veía avasallada por sentimientos de insatisfacción que su familia tachaba de inapropiados, y la tildaban de mujer descontentadiza.

A pesar de ello, Carmen tenía una pasión: la orfebrería y aspiraba a ser artesana orfebre. Llegó a tener un taller con su hermano Ricardo y concursó en Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Por desgracia, no pudo llegar a realizar este sueño, por lo que se tuvo que conformar con elaborar estudios, catálogos y publicaciones sobre arte popular, etnología y folclore.

En 1913 se casó con Rafael Caro Raggio y poco después tuvo sus dos hijos. A pesar de ser reacia al matrimonio, sucumbió a él, de modo que sus ansias de libertad e independencia quedaron sepultadas por sus obligaciones familiares.

Cualquiera que lea sus memorias, lamentará este divagar taciturno y resignado. Sin embargo, Carmen Baroja reconoce que la época más feliz de su vida fue la que transcurrió durante los años del Lyceum Club, donde dirigió la sección de artes plásticas e industriales. Allí halló un respaldo, un respiro que no encontraba en su casa. Como apunta la profesora Amparo Hurtado, en las reuniones del Lyceum Carmen cobró conciencia colectiva de sí misma al verse reflejada en las otras mujeres, y eso le ayudó a no rendirse.

Así pues, a partir de 1926, año en que se fundó el Lyceum Club, logró una pequeña incursión profesional en el Museo Histórico Textil de Madrid, cosa que le permitió recuperar la orfebrería y las artes decorativas como historiadora. En ese momento Carmen contaba con 43 años. El Lyceum fue un trampolín desde el que encender de nuevo la llama de sus inquietudes y luchar por ellas, sin embargo, siempre rondaba la alargada sombra de sus obligaciones domésticas.

En 1935 murió su madre, Carmen Nessi, en Vera de Bidasoa (Navarra), y eso supuso que tuviera que tomar las riendas de una familia con un concepto muy tradicional del rol que debían desarrollar las mujeres. El 18 de julio de 1936, cuando se declaró la guerra, Carmen se encontraba en Vera, y allí permaneció hasta que finalizó la Guerra Civil, pasando muchas penurias y sacando adelante la casa sin la ayuda de su marido, que se encontraba atrapado en Madrid.

Nadie sabe qué hubiera sido de España sin el trágico capítulo de la Guerra Civil. Lo que sí sabemos es que truncó muchos sueños, entre ellos los del Lyceum Club, y en particular los de Carmen Baroja, quien, después del horror de la guerra, pudo comprobar cómo había desaparecido todo lo que había constituido su manera de vivir.

Por eso no debe extrañarnos que manifestara: «Ahora que soy vieja, recuerdo con tristeza la juventud, todo lo que me pasó». Este testimonio nos debería hacer reflexionar sobre la importancia de escuhar nuestros deseos y establecer redes con otras mujeres para creer que otros horizontes muy distintos -de los que la sociedad espera- son posibles.